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La defensa argentina de la expropiación legítima de YPF en los tribunales de Nueva York

Sebastián Soler 

En abril del año 2012 la presidenta Cristina Kirchner impulsó la expropiación del 51% de las acciones de YPF, cuyo dueño era la multinacional española Repsol. Ya casi nadie duda que haber recuperado el control de la empresa de hidrocarburos más grande del país, privatizada en 1992 durante la presidencia de Carlos Menem, benefició a la Argentina, pero no faltan quienes mezquinan ese reconocimiento lamentando que nos va a costar miles de millones de dólares porque “no se hizo bien” o, en la versión más desaforada de esa crítica, porque fue “ilegal”. El reconocimiento es inobjetable; la crítica no es justa.

 

Desde el punto de vista jurídico, la expropiación de la mayoría del capital de YPF cumplió los únicos tres requisitos que exige el artículo 17 de nuestra Constitución para que se la considere legítima: tener por motivo una causa de utilidad pública, ser autorizada por una ley del Congreso, e indemnizar previamente al propietario privado.

 

La utilidad pública perseguida era evidente. El proyecto de ley elaborado por el Poder Ejecutivo declaraba que el autoabastecimiento de hidrocarburos es “un objetivo prioritario… de interés público nacional”, y en el mensaje de envío al Congreso se explicaba que para alcanzarlo era indispensable revertir los perjuicios causados por la gestión del accionista mayoritario, orientada a favorecer la estrategia global del grupo Repsol en detrimento del desarrollo de YPF y el bienestar de los argentinos.

Falta de inversiones, envío constante de utilidades al exterior, caída de las reservas de petróleo a la mitad entre 2001 y 2011. En el año 2010, por primera vez desde mediados de los ’90, Argentina había incurrido en un déficit comercial en materia de combustibles de más de tres mil millones de dólares. La gestión posterior de la empresa demuestra hasta qué punto fue “útil” su expropiación. Entre 2012 y 2015, y de nuevo entre 2019 y 2023, YPF redujo fuertemente o cesó por completo la distribución de utilidades, optando por reinvertirlas en proyectos cruciales para el desarrollo energético de nuestro país.

 

La autorización por ley se obtuvo en tiempo y forma. Un mes después de recibir el proyecto del Ejecutivo, el Congreso lo sancionó (Ley 26.741) con el apoyo de mayorías abrumadoras en ambas cámaras: 208 votos afirmativos contra 32 votos negativos en Diputados; 63 votos afirmativos y solo 3 votos en contra en el Senado. Además del oficialismo, apoyaron la expropiación legisladores de casi todos los bloques opositores, a excepción del PRO, cuyos diputados votaron unánimemente en contra.

 

El monto y el método de pago de la indemnización fueron acordados con Repsol, el único accionista expropiado. Luego de dos años de negociaciones y algunos amagos de judicialización, en febrero de 2014 Repsol aceptó cobrar una indemnización de cinco mil millones de dólares, que refleja la valuación realizada por el Tribunal de Tasaciones de la Nación. Contra el pago de dicha suma con bonos, Argentina obtuvo la propiedad del 51% del capital de YPF. Ese día, la expropiación de YPF había concluido exitosamente y la Argentina no enfrentaba ningún litigio. Los términos del acuerdo, la indemnización y el mecanismo de pago también fueron aprobados por el Congreso mediante la sanción de la Ley 26.932, en abril de 2014.

 

¿Cómo es posible, entonces, que nueve años más tarde, en septiembre de 2023, nuestro país haya sido condenado en primera instancia por una corte de Nueva York a pagar US$16.100 millones de dólares porque, supuestamente, la expropiación estuvo mal hecha?

 

La explicación hay que buscarla en la complicidad armoniosa entre una táctica clásica de la derecha local inaugurada durante las privatizaciones del menemismo y la aceleración en los últimos años de la tendencia de las cortes estadounidenses a expandir su competencia internacional.

 

Cada vez que llega al poder, la derecha argentina suele recurrir a artilugios legales para inmortalizar sus medidas más radicales, procurando inmunizarlas contra las consecuencias naturales de la alternancia democrática que, por otra parte, sus representantes no dejan de exaltar cuando son opositores. Los treinta años de privilegios impositivos y cambiarios concedidos por el RIGI (Régimen de Incentivos para Grandes Inversiones), resguardados por la facultad de los inversores de demandar a nuestro país en el CIADI en Washington, en lugar de en las cortes argentinas, es tan solo la última manifestación de esa práctica secular.

 

El mecanismo que utilizó el gobierno de Menen para intentar blindar la privatización de YPF hasta el fin de los tiempos fue promover la modificación de su estatuto para encarecer exponencialmente el eventual costo económico de expropiarla. La reforma estatutaria aprobada por la sociedad en el marco de la privatización estableció que, si en algún momento el Estado adquiría acciones que le confirieran el control del 49% o más del capital social de YPF, también debía ofrecer comprar las acciones de todos los demás accionistas al precio más alto que resultara de alguno de los cuatro métodos alternativos de cálculo previstos en el estatuto de la sociedad. Dicho simplemente, según el nuevo estatuto, Argentina solo podía recuperar YPF si estaba dispuesta a adquirir hasta la última de las acciones en manos privadas, pagando por ellas mucho más de lo que valían. En 2012, el precio por acción calculado de esa manera hubiera sido más del doble que el precio por acción estimado por el Tribunal de Tasaciones y pagado por Argentina a Repsol en 2014, y mucho mayor aún que el de su valor de cotización en la bolsa de Nueva York.

 

Justificadamente, el gobierno argentino se desentendió en 2012 de la obligación desmesurada que pretendía imponerle la modificación del estatuto de YPF, promovida por el menemismo veinte años antes. Las razones fueron jurídicas y estratégicas. Como cualquier juez argentino imparcial comprendería, en nuestro régimen legal el estatuto de una sociedad privada no puede condicionar la facultad constitucional del Estado argentino de expropiar un bien para satisfacer un interés público. Adquirir el control estatal del 100% del capital social, en lugar del 51%, hubiera frustrado uno de los principales objetivos del gobierno, rubricado en la ley sancionada por el Congreso, de que YPF retuviera una participación privada significativa, continuara cotizando en bolsa, y combinara orientación estratégica nacional con gerenciamiento profesional. Por otra parte, el Poder Ejecutivo carecía de facultades para comprar el resto de las acciones porque el Congreso solo había autorizado la adquisición de ese 51%. ¿Cómo habría reaccionado el arco opositor si el gobierno hubiese ignorado ese límite y ofrecido pagar miles de millones de dólares para comprar las tenencias de los accionistas minoritarios?

 

 

El principal accionista minoritario, el grupo argentino Petersen, que poseía el 25% de las acciones a través de dos sociedades españolas, aparentemente coincidió con el análisis jurídico del gobierno porque no presentó una demanda por el supuesto incumplimiento del estatuto. Poco después, el grupo dejó de ser accionista cuando Repsol y los bancos internacionales que habían financiado su compra ejecutaron la prenda sobre esas acciones de YPF ante la falta de pago de los créditos, provocando la quiebra de ambas sociedades españolas.

 

La calma judicial no duró mucho tiempo. En 2015, el síndico de la quiebra de las sociedades Petersen en España le vendió al fondo inglés Burford Capital Limited el derecho a litigar contra la Argentina por no haber ofrecido comprarles sus acciones de YPF en 2012, a cambio de quince millones de euros y el treinta por ciento de lo que se lograra recuperar litigando. Poco después, Burford celebró un acuerdo parecido con Eton Park, un fondo de inversión radicado en Nueva York, que en 2012 poseía aproximadamente el 3% de las acciones de YPF, pero que a la fecha del acuerdo con Burford, ya las había vendido y dejado de operar. Burford es el fondo de financiación de litigios más grande del mundo y su especialidad es obtener el control de juicios complejos de resultado incierto pero retorno potencial mayúsculo.

 

En abril de 2015, las sociedades Petersen, y en 2016 el fondo Eton Park, ambos actuando a las órdenes de Burford, demandaron a la Argentina en la Corte del Distrito Sur de Nueva York a cargo de la jueza Loretta Preska.

 

La defensa argentina planteó inmediatamente que la Corte de Nueva York era incompetente porque el caso no estaba comprendido en ninguna de las únicas dos excepciones que, según la Ley de Inmunidad Soberana de Estados Unidos (Foreign Sovereign Immunities Act o “FSIA”), habilitan que los tribunales de ese país resuelvan una demanda contra un estado extranjero: que el estado extranjero lo haya consentido o que el caso involucre un acto del estado extranjero estrictamente comercial, y no soberano, realizado en Estados Unidos o cuyos efectos sustanciales ocurran allí.

 

El primer supuesto estaba fuera de toda discusión porque ningún gobierno argentino, ni siquiera el de Menem al momento de la privatización, había acordado dirimir en Nueva York eventuales conflictos societarios entre el Estado nacional y los demás accionistas argentinos o extranjeros de YPF.

 

Bajo cualquier interpretación razonable, la jueza Preska debió concluir que el segundo supuesto tampoco aplicaba al caso porque la demanda versaba sobre una expropiación por razón de utilidad pública, que, como reconoce la propia jurisprudencia estadounidense, es un acto soberano y no comercial. En cambio, la jueza justificó su decisión de retener el caso alegando que el hecho relevante involucrado no era la expropiación del 51% en sí misma, un acto soberano del gobierno argentino ajeno a su competencia, sino la omisión de ofrecer comprar el resto de las acciones, a la que consideró una conducta comercial justiciable. Como si fuera posible escindir un hecho del otro sin afectar la potestad soberana del Poder Ejecutivo y el Congreso argentinos de fijar el alcance de la expropiación y el porcentaje del capital a expropiar de la manera más conveniente para el interés nacional.

 

Supletoriamente, la defensa planteó que Preska debía reenviar el caso a la Argentina en virtud de la doctrina anglosajona de “foro no conveniente”, según la cual, aún si un juez estadounidense es competente, debe abstenerse de tramitar una demanda si las cortes de otro país son más aptas para resolverla y carece de vínculos sustanciales con los Estados Unidos. La defensa argumentó que el caso era un ejemplo clásico de las situaciones que justifican aplicar esa doctrina pues consistía en una demanda contra la República Argentina, de dos empresas españolas, financiada por un fondo inglés, sobre el supuesto incumplimiento del estatuto de una sociedad argentina, y, como admitió la propia jueza, todas las cuestiones relevantes en disputa se rigen por el derecho argentino y no por normas estadounidenses. Sin embargo, Preska también rechazó ese planteo más que razonable. Sus pretextos fueron que las acciones de YPF detentadas por las sociedades Petersen hasta 2012 cotizaban en Wall Street y era atribución de las cortes de Nueva York velar por el funcionamiento correcto de ese mercado de capitales, y que Eton Park era una sociedad constituida en el estado de Nueva York, sin importarle que ya no operara comercialmente allí o que fuera la titular de apenas el diez por ciento del reclamo. La jueza agregó que, si bien los jueces argentinos eran los naturalmente aptos para juzgar un caso regido por las leyes de nuestro país, consideraba que las cuestiones de derecho argentino involucradas eran “relativamente sencillas” y no le resultaría difícil dilucidarlas con la ayuda de testimonios de los peritos de las partes.

 

La sentencia de primera instancia de la jueza Preska que condenó a la Argentina a pagar miles de millones de dólares se basa en su interpretación equivocada de esas cuestiones “sencillas” de derecho argentino en un caso que jamás debió ventilarse en su juzgado. La defensa argentina ya ha apelado la sentencia a la Cámara de Apelaciones del Segundo Circuito de Nueva York. En sus tres escritos de apelación presentados en 2024, durante la gestión del gobierno actual, se reiteran los argumentos expresados por la defensa en años anteriores para plantear los errores en que incurrió Preska al aplicar el derecho público y privado argentinos.

 

También se repite el cuestionamiento al cálculo del monto de los supuestos daños porque, según plantean los abogados de nuestro país, el estatuto de YPF contempla que la oferta de compra a los accionistas minoritarios se haga en pesos y la ley de Nueva York establece que la conversión a dólares de una obligación denominada en moneda extranjera debe calcularse a la fecha de la sentencia (2023) y no, como dispuso Preska, en la fecha del incumplimiento (2012). Por sí solo, ese planteo bastaría para reducir de miles a cientos de millones el monto en dólares de la indemnización si la Cámara lo acepta.

 

Cuatro estados de la región con gobiernos de orientaciones ideológicas diferentes y normas de derecho societario similares a las argentinas han presentado escritos amicus para respaldar nuestra apelación: Brasil, Uruguay, Chile y Ecuador. Por ejemplo, Brasil y Uruguay explican, en el escrito que firman ambos, que "sus sistemas legales son similares al de Argentina" y "[a]mbos interpretan sus leyes de manera acorde con la Argentina". Por eso, dicen, están en condiciones de  advertir que "la interpretación que hace la [jueza] de la ley argentina es contraria" a la correcta. Entre otros argumentos, plantean que la pretensión de condicionar la expropiación del 51% de YPF a la realización de una oferta de compra del resto de las acciones es un "gravamen" prohibido en Argentina por la Ley General de Expropiaciones 21.499 porque “impide los efectos de la expropiación” que aprobó el Congreso, algo que también prohiben las leyes de expropiación similares que rigen en sus países.  El apoyo brindado por estos países de la región es una señal elocuente de la gravedad de los errores cometidos por la jueza, el peligro sistémico que conlleva su sentencia, y la importancia de que la Cámara de Apelaciones la deje sin efecto. Por ejemplo, si el fallo de Preska quedara firme, los accionistas de la empresa estatal brasileña Petrobras podrían pretender dirimir en las cortes de Nueva York eventuales conflictos societarios contra Brasil o Petrobras.

 

No todas las decisiones de Preska fueron equivocadas. Su sentencia eximió de responsabilidad a YPF porque la jueza concluyó que ninguna norma de su estatuto o de la ley argentina requería que YPF intentara obligar al gobierno a realizar una oferta de compra por el resto del paquete accionario. La exclusión de YPF, y por lo tanto de todos sus activos, disminuye, por no decir extingue, las posibilidades de que Burford consiga cobrar la indemnización mediante el embargo de un bien en Estados Unidos. El FSIA solo habilita que una corte estadounidense permita el embargo de un bien de un estado extranjero que no ha renunciado a su inmunidad de ejecución si se cumplen tres requisitos: 1) el estado mismo es dueño del bien (y no, por ejemplo, una sociedad de la que es accionista), 2) el estado usa el bien para una actividad comercial en los Estados Unidos y 3) el bien que se pretende embargar es o fue usado para la actividad comercial en que se basa el reclamo. No hace falta una auditoría para verificar que el Estado nacional no posee ningún bien que reuna esas tres características.

 

Para tratar de sortear ese obstáculo, Burford le ha pedido a Preska que ordene a la Argentina enviar a Estados Unidos todas sus acciones de YPF (que están registradas en la Caja de Valores en Buenos Aires y no cotizan en Wall Street) y entregarlas a los demandantes en pago de la indemnización. Sería una medida absolutamente inédita, sin antecedentes en la jurisprudencia estadounidense. A punto tal que el Departamento de Justicia del gobierno de Estados Unidos ya le ha presentado dos escritos a la jueza Preska oponiéndose al pedido de Burford con frases que no dudas sobre su opinión: “Estados Unidos reitera su postura de larga data que la propiedad en el extranjero de un estado soberano no está sujeta a la jurisdicción de las cortes estadounidenses” y la orden solicitada por los demandantes “violaría las normas bien establecidas en materia de inmunidad soberana y no debería ser concedida por la Corte”. En cualquier caso, si Preska desoye los argumentos de la defensa argentina y la opinión del gobierno de su país, y accede al pedido de Burford, su orden no tendrá efecto inmediato porque puede ser apelada por la Argentina. Además, el Poder Ejecutivo no podría acatarla porque la ley de expropiación de YPF le prohíbe transferir sus acciones sin la aprobación del Congreso, votada favorablemente por dos tercios de los miembros de cada cámara.

 

La Cámara del Segundo Circuito de Nueva York no tiene plazo para resolver la apelación de la Argentina (y la apelación presentada por los demandantes para revertir la decisión de Preska que benefició a YPF). Mientras tanto, el monto de la indemnización devenga interés a una tasa fija anual de 5,42% porque las normas procesales establecen que la tasa aplicable a las sentencias de Nueva York es una tasa fija equivalente al promedio del interés de las letras del tesoro de Estados Unidos a un año de plazo, vigente durante la semana anterior a la sentencia. O sea, un interés muy inferior al que pagaría la Argentina en los mercados internacionales de deuda mientras su riesgo país oscile, como ahora, alrededor de los 700 puntos básicos.

 

Teniendo en cuenta que la Cámara todavía no ha fijado la fecha de la audiencia oral, es cada vez más probable que no dicte su fallo durante este año. Ojalá eso sirva para que el caso no abastezca las tergiversaciones que lamentablemente caracterizan ciertos modos de proselitismo electoral. Por el contrario, la defensa de la expropiación legítima de YPF debería ser una política de estado. ¿Es mucho pedir?

 

 

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