Esteban Righi
“Uno tiene en la actualidad una fuerte tentación de decir: “es verdad, hoy la justicia funciona peor que nunca antes”. Sin embargo, si recordamos algunos antecedentes del comportamiento judicial de nuestro país, la respuesta se torna más dudosa. ¿Cómo se comportó el Poder Judicial frente a los golpes de Estado? Es notable cómo en cada uno de esos golpes los derechos se vulneran cada vez más y se usurpan cada vez más funciones. El Poder Judicial argentino avaló sistemáticamente este proceso in crescendo”
Esteban “El Bebe” Righi es un protagonista de la historia política contemporánea argentina. Chaqueño, abogado —doctor en Derecho Penal y Criminología, para ser exactos— y profesor emérito de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Fue nombrado ministro del Interior durante el gobierno de Héctor Cámpora, teniendo apenas 35 años. Es de lectura recomendada, dada su vigencia, su famoso discurso a los comisarios de la Policía Federal argentina pronunciado el 5 de junio de 1973. Entre 2005 y 2012 fue Procurador General de la Nación.
FIDE tuvo la oportunidad de entrevistar a Esteban Righi hacia fines de 2017. En un contexto particularmente preocupante de la realidad política y judicial argentina (en espejo a otras situaciones complicadas en países vecinos) nos interesaba conocer la opinión de un abogado experto y un experto… peronista.
FIDE: Uno tiene la sensación de que en los últimos años en la Argentina la justicia ya no es tal. Episodios de público conocimiento, entre los que se cuentan las detenciones de una serie de personas sin juicio ni condena, con una mera imputación, y en algunos casos sin siquiera dictar el procesamiento, conjuntamente con la represión en varias instancias de manifestaciones pacíficas a lo largo del país parecen hablar de un Estado de derecho, digamos, debilitado. ¿Usted comparte esta visión?
Esteban Righi: La sensación que uno tiene es que nunca el Poder Judicial estuvo en una situación peor que la que vivimos ahora, que nunca su comportamiento fue tan deplorable como en este momento. Me resulta interesante hacer una reflexión, preguntarme sobre la veracidad de esta aseveración.
Para ello es necesario hacer algún recorrido, que muchos de los lectores posiblemente conozcan, pero que me parece vale la pena recordar. Para los más jóvenes quizás sea un análisis más novedoso. La mirada que me interesa hacer tiene como punto de partida el respeto al Estado de derecho. Efectivamente, uno tiene en la actualidad una fuerte tentación de dar una respuesta afirmativa a la pregunta que ustedes me formulan y decir: “es verdad, hoy la justicia funciona peor que nunca antes”. Sin embargo, si recordamos algunos antecedentes del comportamiento judicial de nuestro país, la respuesta se torna más dudosa.
¿Cómo se comportó el Poder Judicial frente a los golpes de Estado? Es notable cómo en cada uno de esos golpes los derechos se vulneran cada vez más y se usurpan cada vez más funciones. El Poder Judicial argentino avaló sistemáticamente este proceso in crescendo. En el golpe de 1930 se usurparon los Poderes Legislativo y Ejecutivo. El gobierno de facto de entonces llamó “decretos-leyes” a los instrumentos que dictaba. Estas normas usurpaban atribuciones del Congreso. La denominación evidenciaba una suerte de modestia institucional. El mensaje fue que se trataba de una emergencia, tanto en 1930 como en 1943. La idea era más o menos algo como que “venimos a poner la casa orden y esto dejará de tener vigencia cuando todo vuelva a la normalidad”.
En ese esquema, y desde mi perspectiva, el comportamiento del Poder Judicial no pudo ser peor. La Corte Suprema, por ejemplo, negoció su permanencia a cambio de reconocer a los gobiernos de facto y admitir que eran ajustados a derecho todos sus actos. Así retuvieron sus cargos. Con estos antecedentes llegamos al golpe de Estado del `55, que en mi caso coincide con la época en la que ingresé en la Facultad de Derecho como estudiante. En este golpe el desborde fue aún mayor, porque se usurparon los tres poderes del Estado. La Corte Suprema de la época no tuvo la opción de quedarse. Asumió una Corte de facto, se derogó la Constitución Nacional por decreto y se convocó a elecciones para reformarla. Recuerdo bien una polémica de la época. Un ejemplo de lo que entonces se discutía era cómo debía responderse la pregunta relativa a si un gobierno de facto puede convocar a elecciones para reformar la Constitución. La pregunta es absurda, ya que es obvio que no puede. De algún modo, los mismos que permitieron la usurpación de otros derechos establecían un límite en este punto. Decía Julio Oyhanarte que, como la Constitución establece dos tercios para convocar a elecciones constituyentes, esa es una función pre-constituyente. Finalmente, Frondizi fue el gran predicador sobre la ilegalidad de esa convocatoria, y aún así el asunto prosperó. Paradojalmente, en esa reforma se incluyó en la Constitución el artículo 14 bis, que amplía derechos en materia laboral.
En el golpe del `66 se vuelven a usurpar los tres poderes del Estado y se presenta una novedad: ya no se invoca que se trata de una emergencia, sino que la interrupción del orden democrático se define como un golpe fundacional. Consiguientemente, se modifica la Constitución por decreto. Es decir, se convoca a elecciones en base a una Constitución que ha sido dictada por un gobierno militar. En esas condiciones, el peronismo asume en el año 1973. Esta situación trajo como consecuencia la necesidad de adoptar una serie de decisiones complejas. Una de ellas era si se convalidaba o no la Constitución que había sido modificada por decreto.
La verdad es que este ejemplo demuestra que las normas de facto, las interrupciones institucionales, son golpes, interrupciones al estado de derecho de difícil resolución. En 1973 había un argumento fuerte que estaba relacionado con la idea de que el pueblo había votado presidente por cuatro años, no por seis. Por ese motivo el presidente no podía quedarse seis años. Se trata de una explicación un tanto forzada…la realidad es que lo que hizo el gobierno usurpador, y condicionó al gobierno constitucional que asumió funciones luego. En aquel momento también se hicieron otras cosas que resultaron novedades en la Argentina y que hoy quizás podrían ser interpretadas como pecados.
En primer lugar, el Parlamento —por iniciativa del Ejecutivo— suprimió los tribunales inconstitucionales. Esta decisión nunca nos fue perdonada. Haberlos disuelto determinó, por ejemplo, que en los años `80, después de asumido Alfonsín y en una época de democracia plena, todavía se dijera que esa supresión había sido de alguna manera responsable del golpe de Estado que sufrimos en 1976. Y no lo decían los defensores del gobierno militar, lo dijo Robert Potash en un libro donde describía la evolución de la situación política argentina.
Recién llegado del exilio y producto del enojo que me produjeron sus dichos, le mandé una nota explicitando las justificaciones que ameritaban la supresión de los tribunales inconstitucionales. Su respuesta fue que los míos eran argumentos de un jurista y que él era un politólogo. En 1973 también tuvimos otras iniciativas, entre ellas la derogación de leyes penales aprobadas de facto, lo que el Congreso aprobó por la Ley 20.509. Esa fue la primera vez en la historia argentina en la que un gobierno democrático volvió atrás con decisiones tomadas por la justicia durante una interrupción del Estado de derecho. Esto también nos fue criticado hasta hace poco.
Pero pasó algo aún peor: había un decreto ley de Lanusse que congelaba el sector público desde el puesto de director general para abajo. Este decreto hacía muy dificultoso gobernar, era necesario derogar ese instrumento. Mandarlo al Congreso en aquel momento resultaba com-plicado, entonces la Procuración del Tesoro aportó un dictamen que decía que podíamos hacerlo por decreto. La pregunta importante en este caso es: ¿puede un presidente constitucional derogar por decreto un decreto-ley que dictó un gobierno usurpador? La respuesta es obviamente afirmativa.
Ese fue el argumento central del Procurador en aquel momento: no es posible que un gobierno usurpador tenga más atribuciones que el gobierno democrático que lo sucede. En realidad no se trataba de leyes, eran realmente decretos y por lo tanto podían ser derogados a través del mismo instrumento. En este caso también recibimos una gran cantidad de críticas por parte del “establishment judicial”. Germán Bidart Campos escribió un artículo en La Nación en este sentido y, aunque en mi opinión sus argumentos eran errados, de todas formas se trataba de la posición escrita de un constitucionalista importante de nuestro país.
FIDE: En resumen, usted plantea que lo que hoy nos tiene tan preocupados en términos del accionar de la justicia tiene antecedentes históricos que se remontan a las decisiones del Poder Judicial a partir del golpe de 1930 que, de una forma u otra, fueron convalidando todas y cada una de las acciones de aquéllos que habían interrumpido el orden democrático. Peor aún, con la restitución del orden democrático, estas decisiones no fueron revisadas, con la excepción del caso de 1973. ¿Qué sucedió luego, a partir del golpe de 1976?
ER: El golpe del `76 representó obviamente un desborde total. La novedad fue la represión clandestina, producto de la cual se cometieron los llamados crímenes de lesa humanidad. Entonces, con la recuperación de la democracia se presenta el problema de qué hacer con estos crímenes. En 1983 se recupera el Estado de derecho y asume Alfonsín. Yo tengo que reconocer dos cosas importantes de su gobierno: primero, la propuesta electoral de Alfonsín era claramente preferible a la de Luder. En los temas que nos interesa repasar en este intercambio, es bueno recordar que Luder pretendía admitir la autoamnistía de los militares usurpadores. La posición de Alfonsín fue diferente, pues dijo que en su gobierno no habría impunidad. En mi opinión, la frase que mejor define la estrategia de Alfonsín en este sentido es el título del documento de la CONADEP: “Nunca más”. Lo que Alfonsín le dice en ese momento a la sociedad es: vamos a aplicar penas en la medida necesaria como para que esto no vuelva a suceder. Es decir, un concepto utilitario. No estaba pretendiendo hacer justicia, sino decir que la impunidad no era viable.
En ese momento yo estaba cercano a mi regreso al país y me pareció notable que los organismos de derechos humanos dijeran “juicio y castigo a los culpables”, que es una expresión retributiva, es decir a favor de la represión.
Volvamos sobre el caso de Alfonsín. ¿Qué hizo su gobierno? Lo más importante, lo que más ha perdurado es el “Juicio a las Juntas”. Estaba claro que los comandantes, que eran los enjuiciados, en su gran mayoría por lo menos, no habían matado de propia mano, estaban al frente de un aparato, pero ellos no realizaron el hecho. En consecuencia, se les atribuye responsabilidad por lo que se llama autoría mediata, lo que favorece la idea de que los ejecutores eran meros instrumentos. En esa oportunidad, se limitó la actuación de las víctimas, no intervinieron en los juicios, no hubo querellas. Alfonsín primero procuró una autodepuración, es decir, que los juicios fueran realizados por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, pero eso no sucedió. Los militares no se iban a castigar a sí mismos. Consiguientemente la Cámara Federal tomó el caso en sus manos y lo llevó adelante.
El juicio fue público y esto también fue muy importante. La sociedad argentina vivió jornada tras jornada los relatos del horror. Y esto sí me parece que en términos de opinión pública y de lo que había que hacer fue quizás lo más relevante. La Cámara Federal hizo dos aclaraciones: primera, los vamos a juzgar exclusivamente por la actuación que tuvieron como comandantes y vamos a dejar para más adelante lo que hicieron en otros roles. Doy un ejemplo concreto: Galtieri tenía mucha mayor responsabilidad por lo que había hecho como Jefe del Segundo Cuerpo de Ejército en Rosario que como comandante. La segunda definición de la Cámara fue establecer que donde no hubiese un cadáver, no podía darse por probado el homicidio. Esto obviamente es un error, ellos lo sabían, tomaron esta decisión para acotar la cuestión.
La sentencia implicó para los nueve comandantes juzgados cinco condenas y cuatro absoluciones. De las condenas, dos fueron perpetuas (Videla y Massera), tres fueron privaciones de libertad de 17, 8 y 4 años de prisión. Luego siguieron los juicios y surgió la presión militar. Todos recordamos la Semana Santa. El resultado de aquel episodio fue, primero, la Ley de Punto Final y, después, la Ley de Obediencia Debida.
FIDE: Podemos decir entonces que usted le reconoce a Alfonsín una posición definida, diferente y muy importante —vista en retrospectiva histórica— respecto de lo que otros gobiernos democráticos hicieron a posteriori de las interrupciones al Estado de derecho. Aún con sus limitaciones y con las “cotas” que se establecieron para delimitar la cantidad de juicios y responsabilidades, el gobierno de Alfonsín supuso, al igual que la experiencia de 1973, un corte a la experiencia previa de convalidación.
ER: Debo reconocer que en ese momento yo era asesor del Bloque Renovador Peronista. Los dirigentes de ese espacio no estaban dispuestos a hacer mucho más que lo que Alfonsín hizo. En aquel momento, en el inicio del gobierno radical, yo acababa de regresar al país luego de diez años de exilio y tenía la impresión de que los militares podían volver. Para ser honestos, tenía una cuota de susto importante. Lo cierto es que las leyes de Punto Final y Obediencia Debida significaron prácticamente el fin de la mayoría de los juicios. Como si faltara algo, Menem, durante su gobierno, hace aprobar leyes de Amnistía y decretos de Indulto. Ese fue el derrotero concreto de esta historia.
FIDE: Al final de esta etapa entonces, la posibilidad de recuperar, digamos, retomar el camino de la justicia y la verdad no era sencilla. Para formularlo como pregunta: ¿cuáles eran las limitaciones que enfrentó el gobierno de Kirchner para responder al reclamo de las víctimas de la última dictadura militar?
ER: Tomando en cuenta el estado de situación que dejó el gobierno de Menem, en el año 2003 el enjuiciamiento requería remover la Amnistía y el Indulto, a lo que se agregaban dos aspectos adicionales: había casos cerrados y las defensas de los represores también planteaban que había prescripción. Fue necesario remover esos cuatro obstáculos para poder avanzar. Me importa particularmente rescatar que los enjuiciamientos respetaron el derecho vigente. Es falsa la aseveración según la cual los militares culpables de delitos de lesa humanidad fueron condenados aplicando leyes retroactivamente. Eso no es verdad. En segundo lugar es importante tener en cuenta que tampoco hubo una justicia de excepción. Los procesos se llevaron adelante según las mismas normas con las que se juzga al resto de la comunidad que, por un motivo u otro, es acusada de cometer un delito.
FIDE: En términos más generales, y dejando de lado el caso de los crímenes de lesa humanidad, en su opinión, ¿cuáles son las principales quejas o demandas que la sociedad le hace al sistema judicial argentino?
ER: Me limito en la respuesta a los temas que conozco, es decir procesos que tramitan ante el fuero penal. Al sistema judicial se le pide que prevenga la delincuencia económica y financiera; que tutele o proteja el medio ambiente; que reprima la delincuencia informática; que neutralice el terrorismo; que luche contra el narcotráfico; que castigue la delincuencia de género, la trata de personas, la corrupción administrativa y que reprima el lavado de dinero.
¿Qué comentarios podemos hacer respecto de estos reclamos? Probablemente coincidimos con la mayoría de ellos. Lo llamativo, lo distintivo de esta época, es que, a diferencia de otros momentos en los que el eje de la discusión giraba en torno a hacer menos graves las penas, en reducir el ámbito del derecho penal, ahora se trata de expandirlo. Dicho de otra forma y para que quede claro: lo que la sociedad hoy le reclama al sistema judicial es que criminalice gente. Este es el marco general en el cual estamos viviendo. Una vez criminalizada la persona, lo que se pide es que la persecución sea más eficaz y, además, que se aumenten las penas. De acuerdo con la opinión de un sector social importante, el castigo es muy leve y consiguientemente hay que endurecer las penas.
FIDE: También existe una serie de reclamos en términos de las cuestiones procesales, ¿cierto?
ER: La cosa me parece peor en el ámbito del proceso. ¿Cuáles son los reclamos? Primero, los procesos duran demasiado. Esto es cierto. La pregunta es cómo se abrevian. Y la respuesta que se obtiene es hay que desformalizar el procedimiento, es decir eliminar incidencias. En realidad, eliminar las incidencias en un proceso penal significa perjudicar al acusado. Si el proceso es más breve y menos formal, la perjudicada es la defensa. No digo ni que esté bien ni que esté mal, pero ese es el resultado. También existe un reclamo vinculado con hacer reformas para favorecer el interés de la víctima. Otra vez la consecuencia es perjudicar al acusado. Si se admiten más acusadores, la consecuencia más grave es lo que se conoce como privatización de la acción pública. En la historia de la humanidad se le expropió a la víctima la posibilidad de reaccionar frente al delito para evitar la venganza privada, porque ese rol quedaba a cargo del Estado, y por consiguiente la víctima debía ser apartada. Por este motivo, “favorecer a la víctima” implica de alguna manera volver al pasado. Es un tema grave. Se utiliza el argumento de que en los casos en que el fiscal no acusa, debe admitirse al querellante acusar solo, con lo que el proceso penal se convierte en un conflicto entre particulares.
La realidad demuestra las únicas víctimas a las que este cambio ha servido son las grandes empresas. En la práctica, la víctima que puede asumir ese rol es una gran empresa. Estas son las consecuencias de revalorizar el rol de la víctima.
¿Qué sucede si se admiten más acusadores? Que el imputado enfrente más acusadores no genera que el proceso se desarrolle en un escenario adecuado, criterio que se debe preservar en todos los casos. Esto me preocupó mucho, inclusive en relación a los juicios por crímenes de lesa humanidad, que se desarrollaron durante mi gestión. Siempre la representación escénica de un proceso debe reflejar que se trata de una contienda equilibrada. Consiguientemente, si hay catorce acusadores, un fiscal y del otro lado un acusado y su defensor, la sensación que se tiene es que no es un juicio parejo. No parece una escena equilibrada. En los casos de los juicios por crímenes de lesa humanidad este punto me preocupaba; tuvimos en cuenta esa representación escénica. Yo quería que la escena reflejara un juicio justo (fair play). Intenté evitar la escena de un juicio con muchas querellas y un solo acusado. El problema era cuando se trataba de acusados ya grandes, con dificultades por su edad avanzada, asistidos por un defensor oficial. Nosotros hicimos lo posible para evitar esta escena, utilizando remedios como por ejemplo que las víctimas acordaran tener unidad de representación.
Había otro problema difícil de resolver para la fiscalía de crímenes de lesa humanidad. Cuando un sujeto ya tenía una sentencia de prisión perpetua bajaba el nivel de presión, porque no sobraban recursos y se intentaba concentrarlos hacia otros casos. Para la víctima esto es difícil. Aunque el individuo que cometió el delito ya esté condenado a reclusión perpetua por otro caso, la víctima aspira a una nueva condena por su caso. Las víctimas venían y decían con razón: “yo quiero que lo condenen por lo que le hizo a mi padres”. Desde la perspectiva de la víctima, esta posición es razonable y había que tomar nota de este punto, aun cuando desde la óptica de una política pública, un individuo con tres condenas perpetuas representaba una concentración de esfuerzos inútil.
Actualmente, existe una suerte de fascinación por la acusación, muchos organismos públicos —además del fiscal— acusan. La UIF, la Oficina Anticorrupción, los ministerios. Un ministerio se hace parte querellante en un proceso penal. Me resulta difícil admitir este tipo de intervenciones. Existe un organismo del Estado específicamente dedicado a cubrir esa función, esa es su tarea, entonces no entiendo qué hace el Ministerio de Economía querellando en un asunto, en lugar de concentrar sus esfuerzos en el manejo de la economía.
FIDE: En los temas relativos al sistema judicial —como quizás en todos los aspectos relevantes de la vida en sociedad— uno tiene la sensación de una incidencia muy importante por parte de los medios de comunicación. Parecería que estos reclamos o demandas que veníamos discutiendo provienen o están lideradas por los grandes medios. ¿Cuál es su opinión al respecto?
ER: Este es otro problema importante para el sistema judicial argentino y para la administración de justicia. La incidencia de los medios en las decisiones judiciales es fuerte. Para neutralizarlo (en mi opinión es muy difícil lograr resultados) hay algunas iniciativas. En Europa hay algunas normas, como el caso del código francés que incorporó algunas reglas con esa finalidad, pero la experiencia demuestra que los resultados no son plausibles. Un juez que tiene que dictar una sentencia que va contra la opinión pública, que a su vez ha sido incidida o afectada por la influencia mediática… está en una situación que no es deseable para nadie. Entonces hay quienes dicen: “démosle más intervención al pueblo”. Yo admito lo que dice uno de los mejores procesalistas que tiene el país, me refiero a Julio Maier. Explica que no es asimilable la posición de un ciudadano que viendo la TV desde el living de su casa dice “a este yo lo condenaría”, a que si a este mismo individuo se lo convoca a formar parte de un jurado y tiene que tomar él la decisión. La cosa cambia. De paso, Maier también dice que nos tenemos que dejar de fastidiar con argumentos en contra del juicio por jurados porque tenemos que cumplir la Constitución. Sin embargo, es importante tener en cuenta que no hay ningún país en el mundo en el cual todos los casos se resuelven a través de un juicio por jurados. Podrá ser un instrumento eficaz, pero es carísimo. Por ejemplo, en los Estados Unidos el 97% de los casos termina en lo que se llama “acuerdo” entre fiscal y defensor (como vemos en las películas), donde se negocia una cierta pena entre las partes. En esa suerte de “mercado persa”, fiscal y defensor, encerrados en una habitación, definen qué pena va a cumplir el acusado. No se trata de un mecanismo con un grado alto de participación popular y se aplica a una proporción elevadísima de los juicios… solo queda el tres por ciento de los casos resueltos en juicios por jurados.
FIDE: Otro tema que involucra al sistema judicial y que tiene tanto en la Argentina como en la región un peso muy importante es la lucha contra la corrupción. Con todos los claro-oscuros del caso. Existe una demanda importante por parte de la sociedad, los medios de comunicación juegan un rol central en este tipo de delitos y la dirigencia política y los tres poderes del Estado quedan atravesados por esta cuestión. ¿Cuál es su opinión al respecto?
ER: Efectivamente, uno de los reclamos más importantes en la actualidad se refiere a la corrupción. Se trata de un problema obviamente de preocupación universal. Tanto aquí como en Europa, el delito de moda es la administración fraudulenta.
En la Argentina, desde el cambio de gobierno, el tema ha ganado espacio en la opinión pública y en los medios. También se ha incrementado el interés por los delitos vinculados con negociaciones incompatibles con la función pública, es decir, lo que el gobierno actual llama “conflicto de intereses”. En realidad, el delito se comete cuando se resuelve mal ese conflicto, porque el funcionario estuvo “sentado” en los dos lados de la mesa de negociación. En la lucha contra la corrupción, la demanda de eficacia ha generado proyectos de reforma, algunos de los cuales fueron de hecho aprobados, por lo que son derecho vigente. Básicamente se trata de novedades que no existían en nuestro país, como tampoco en el derecho europeo continental, que fue modelo del derecho penal argentino. Para nosotros, en nuestro sistema, es muy importante que una sentencia sea justa, por lo que el objetivo del proceso penal es lograr ese objetivo en cada caso, lo que requiere saber la verdad. Esto no es así en los países angloamericanos, especialmente en los Estados Unidos, donde la idea es que el proceso penal es un instrumento para resolver un conflicto social. Es decir, hay un conflicto social entre dos personas y el objetivo es solucionarlo para evitar la violencia. Si en ese mecanismo se hizo justicia o no, da igual. Lo importante es que se preserve la paz social y el conflicto se termine. O sea que, en rigor, con algunas de las modificaciones que se han introducido últimamente estamos importando un mecanismo que tiene poco que ver con nuestro modelo.
Doy algunos ejemplos concretos. El primero de ellos se refiere al uso de testigos secretos. Es claro que esto contradice las reglas de un proceso de fair play. Si yo no sé quién es el testigo, mal puedo saber si dice la verdad: no sé si es mi enemigo, no sé qué es lo que vio. Es evidente que un instrumento de esa índole no da buenos resultados en un sistema al que le preocupa esclarecer la verdad. De hecho, es imposible determinar la verdad si no se sabe quién es la persona que declara. El segundo ejemplo son los agentes encubiertos. Lo vemos en la TV. ¿Cómo se logra más eficiencia con estos agentes? ¿En qué consiste? Se trata de que el Estado se viste de delincuente, lanza agentes a participar del delito, los introduce en organizaciones criminales y los autoriza a cometer delitos. O sea, un agente encubierto es un sujeto que se asocia al delito porque el Estado al que pertenece ha establecido una norma de autoperdón que, por supuesto, no alcanza a sus socios, porque ellos sí deben ser castigados. Pero si el Estado convierte a sus agentes en delincuentes, es legítimo preguntarse sobre su diferencia esencial con las organizaciones criminales, por la diferencia entre el Estado y una banda. Me permito adelantar que no es buena la réplica según la cual la diferencia reside en el fin que cada uno de ellos persigue: esa fue la justificación que se utilizó en la época de la Inquisición para la práctica de la tortura.
También nos podemos preguntar por la eficiencia de estos agentes encubiertos. ¿Qué sucede, por ejemplo, cuando el agente encubierto invade un domicilio particular? O en todo caso, ¿pueden las conversaciones de un agente encubierto asimilarse a lo que sería un interrogatorio en el proceso? La respuesta es negativa. O se respetan las reglas del proceso, o todo lo que obtiene el agente encubierto será nulo. Entonces la alternativa es clara: (i) si el funcionario estatal, agente encubierto, viola el deber de advertencia, lo que obtenga no puede servir como prueba. (ii) Si deja de ser encubierto y advierte a su interlocutor nada logra, porque pasa a ser descubierto. Consiguientemente, la prueba no se obtendrá. De modo que tampoco me parece un mecanismo adecuado.
Por último, existe una reforma que está más de moda entre los instrumentos recientemente incorporados a nuestra ley, que son los que vulgarmente conocemos como “arrepentidos”. ¿Qué es un arrepentido? Yo creo que la expresión brasileña “delator premiado” define mejor al personaje, porque realmente se trata de una figura de ese tipo. Se trata de un sistema en el cual el Estado permite o premia un acto de delación, reduciendo las consecuencias desfavorables del delito. Es derecho vigente en la Argentina desde noviembre del año pasado. Actualmente, este instrumento está previsto en el proyecto de reforma que se prepara en el Ministerio de Justicia. Se trata de una norma que responde a la lógica del modelo del que fue copiado, que es bajar la pena, reducirla en la sentencia, pero me parece que el principal problema no está ahí. ¿Cuál es el principal problema? La respuesta es que lo más grave es el encarcelamiento preventivo. Es decir, los dos casos más conocidos que tenemos son horribles. Un señor Fariña se arrepiente, delata y sale de la cárcel. Esta es la zanahoria. En el caso Ciccone, recientemente se aplicó la prisión preventiva para algunos y hubo un señor que negoció no ir a prisión preventiva a cambio de arrepentirse. No se trató de una promesa de reducir la pena, sino que quedó en libertad.
La oferta es muy atractiva para un acusado, sea culpable o inocente. Aunque sea inocente, si me ofrecen la libertad y además que voy a tener una pena y un proceso más cortos, yo no sé si no acepto la oferta en las condiciones en que estamos. La oferta es atractiva obviamente para un culpable, pero también para un inocente, con lo cual estamos en una situación en la que hemos instalado otra vez la confesión en el centro del sistema penal, y todo el esfuerzo del Estado es obtenerla. Pero en este caso es peor, porque el Estado negocia la confesión y un acto de delación ofreciendo a cambio ventajas en materia de libertad. Es obvio que el sujeto que no acepte la oferta va a tener una pena más alta y será estimulado prolongando los pasos procesales, haciendo durar más la prisión preventiva. Yo creo que lo menos que pasa aquí es que se viola la garantía contra la autoincriminación. Nos olvidamos por completo del derecho a no declarar contra uno mismo.
Voy a confesar una opinión políticamente incorrecta. Si hay un precedente que tiene buena prensa es el de mani pulite italiano. Es decir, se lo describe como un proceso que significó la implosión del sistema político italiano y es verdad. ¿En qué consistió? En jueces y fiscales necesitados, que enterados o con deseos de romper la seria vinculación que había entre el sistema político italiano y la mafia, abusaron de la prisión preventiva. Se decía “bueno, está bien, el objetivo parece loable”. El problema reside en la forma como se tramitaron los procesos, porque un sujeto que tendría que haber estado en libertad porque se presume inocente quedaba encarcelado preventivamente. En esas condiciones, cuando llega la sentencia, cabe suponer que le tienen que aplicar por lo menos un día más de lo que ya estuvo preso.
Recuerdo que mani pulite fue cuestionado por muchos juristas, en los países vecinos a Italia, pero nadie les hizo caso. De todos modos, la discusión existió. Los protagonistas de la experiencia predicaban que al final del túnel había una luz, por lo que valía la pena el esfuerzo que estaban haciendo. Pero lo que sucedió al final del túnel demuestra lo contrario. Al ex primer ministro Giulio Andreotti, que no tengo la menor idea de si era socio de la mafia o no, tuvieron que devolverle su lugar en el Senado y pedirle disculpas, después de un largo proceso en que se abusó de la prisión preventiva. Al final del túnel, en el caso italiano… estaba Silvio Berlusconi! Con lo cual, si hay que violar derechos fundamentales durante un proceso muy largo y el precio, la ventaja que se obtiene es cambiar a Andreotti por Berlusconi, la experiencia no fue plausible. El sistema político italiano implosionó, pero lo que se obtuvo no fue mejor. Me parece que habría que repensar esta fascinación por mani pulite, como un mecanismo eficaz para el tratamiento de los casos de corrupción.
FIDE: Es imposible evitar la pregunta sobre el rol de la policía… de las fuerzas represivas del Estado. Es un tema complicado que en la Argentina tuvo ribetes trágicos. ¿Cuál es su opinión sobre el estado de las fuerzas de seguridad y su rol en la búsqueda de la justicia y la verdad?
ER: Me gustaría ubicar un poco el lugar de la policía. El rol de la policía en nuestro país es complejo, porque hay una sola. Es preventiva antes que se cometa un delito, y depende del Poder Ejecutivo, actualmente del Ministerio de Seguridad. Esa misma policía pasa a ser judicial o cumple funciones judiciales cuando se comete el delito y pasa a depender de fiscales o jueces. En otros países hay dos policías, la preventiva que depende del Ejecutivo y la judicial que depende de los jueces o fiscales. Alguna vez discutimos cuando yo estaba en la Procuración qué es mejor. Yo venía de México y ahí mi experiencia con una policía judicial federal y una preventiva federal, otra policía judicial ordinaria y otra preventiva ordinaria que dependía del intendente, no había sido muy feliz y suponía un entramado muy complejo. Recuerdo muchas ocasiones en que hubo encuentros interpoliciales. Tener cuerpos armados que no responden a las mismas órdenes genera problemas, especialmente en nuestro país, que tiene fuerzas de seguridad con malos antecedentes, lo que requiere decisiones prudentes.
Hay un problema específico vinculado a la adscripción institucional de la policía: determinar a quién le debe hacer caso, mientras se está cometiendo el delito. Ejemplos: hay una toma de rehenes o un corte de ruta que requiere de la intervención policial. Como todos sabemos que la policía puede extralimitarse, nadie quiere dar la orden. Casos de este tipo se presentaron varias veces en el período 2003-2014.
Me temo que en la actualidad las cosas han cambiado, porque los palos tienen consenso social. Pero en el gobierno anterior nadie quería ser el responsable de excesos policiales. Consiguientemente, el ministro de Seguridad decía: “El juez tiene que dar la orden”, y nuestra respuesta era: “Si el delito es flagrante, el juez no va a dar la orden porque es problema del Ejecutivo, a quien corresponde resolver casos de urgencia”. Lo único que le importa al juez o al fiscal es que le guarden las pruebas que encuentren; es decir, lograr elementos de prueba para luego aportar al proceso. Hay normas expresas en el Código que indican que es así, pero estábamos en un constante tironeo. En algún momento ofrecí mi firma y envié algún oficio diciendo ustedes pueden intervenir sin necesidad de orden judicial. Durante el conflicto del campo se actuó sin orden judicial, que es estrictamente lo que corresponde en derecho y además lo que surge del sentido común: un juez no tiene la menor idea de cómo hacer cesar un delito. Se supone que esto sabe hacerlo la policía.
De hecho, hay ejemplos de intervenciones con consecuencias horribles que sucedieron después de órdenes dictadas por los jueces. Hay una cuestión práctica que incide. En la Facultad de Derecho no se enseña cómo hacer para neutralizar a una banda que asaltó un banco, permanece en el edificio y tiene rehenes. Toda esta discusión ahora se desdibuja. En el caso Maldonado, dicen que existía una decisión del fiscal ordenando el desalojo. Pero el fiscal dijo “desalojen”, no “maten”. En la lógica del sistema, está que si desde una función ejecutiva se estimula la violencia o se dicen cosas tales como que la presunción de inocencia le corresponde a las fuerzas de seguridad, los excesos serán inevitables, porque los agentes tienen inclinación al exceso. El Poder Ejecutivo debe conducir la fuerza, no estimular el exceso. Esto explica que tengamos dos muertes en muy poco tiempo, en un solo conflicto en el país. De modo que conflictos que han tenido lugar lejos e involucren comunidades originarias, probablemente no generan la misma reacción que habrían tenido si la muerte hubiera sucedido aquí en la capital. Me parece que el día que el Gobierno tenga un problema como el que se produjo en época de Duhalde será tarde. Se darán cuenta, pero va a ser tarde.
FIDE: Usted hace mención aquí a un tema muy importante, que es el de la represión de las manifestaciones populares. En este aspecto el gobierno actual tiene un discurso y un accionar muy claro. ¿Cuál es su opinión al respecto?
ER: El comportamiento que se observa a partir de la asunción de este gobierno puede catalogarse como “bastante histórico”. Aquellos vientos traen estas tempestades. No pasa nada más grave que lo ocurrió siempre: el Poder Judicial fue siempre instrumento de los gobiernos de turno para perseguir a los que no estaban de acuerdo. Esto es así, nunca fue de otra manera. Lo que pasa es que no es igual el conocimiento histórico que la vivencia actual. Hasta 2015 hubo un gobierno que no hizo tal persecución, pero sí cometió una enorme cantidad de torpezas en su relación con el Poder Judicial, algunas de las cuales se están pagando ahora. Me refiero a la política que hubo con relación al Consejo de la Magistratura, la forma de designación de jueces y fiscales, como también la lentitud en hacerlo. Una cosa que ha sido constante en la historia argentina es la búsqueda del juez en función de la amistad, antes que la idoneidad. La presión a través de operadores que son los mismos de antes demuestra que, en definitiva, nada nuevo pasa. Es decir: lo que está pasando es horrible, pero siempre fue así. Menem también intervino en el Poder Judicial. Bien vale la pena recordar que a él tampoco le sirvió; la renovación que se hizo en los años noventa aprovechando una reforma del Código Procesal consistió, básicamente, en que toda persona que no les gustaba era ascendida a funciones con menor importancia. Todos los jueces federales fueron nombrados en esa época, en que se hizo famosa la anécdota de la servilleta… ¡Un juez de la servilleta lo mandó a prisión! ¿Había que meterlo preso? No sé, no hablo de procesos que no conozco, pero el juez que encarceló a Menem había sido nombrado por su gobierno, y no había realmente ningún motivo razonable para nombrar a ese señor como juez federal. Este Gobierno parece estar transitando el mismo camino.
FIDE: Existe una serie de distintos casos, todos ellos de alguna forma emblemáticos en los últimos dos años, como el de Milagro Sala en Jujuy o el trágico caso de Santiago Maldonado en Río Negro, y las detenciones en acusaciones vinculadas con supuestos delitos de corrupción de varios ex funcionarios del gobierno anterior. ¿Cuál es su opinión respecto al accionar de la justicia y también del actual gobierno de acuerdo con lo que hemos podido ver en estos dos años de gestión?
ER: Adelanto que yo no he tenido oportunidad ni acceso a los expedientes de los casos de Milagro Sala y Santiago Maldonado. Por lo tanto, mis comentarios son de índole general. Con respecto al caso de Milagro Sala, se puede admitir que las resoluciones de la Comisión Interamericana (a diferencia de la Corte) no son vinculantes para el Estado argentino. Pero todo gobierno democrático y razonable cumple las recomendaciones de la Comisión. Esto es así. Si buscamos en los antecedentes argentinos, el anterior viaje de la Comisión fue en la época de la dictadura. Predica el Gobierno que estamos en un Estado federal, consiguientemente la justicia provincial de Jujuy es la que debe resolver el tema. Eso es formalmente cierto, pero ninguna entidad federativa, ningún gobierno provincial puede darse el lujo de que el país sea condenado o exhibido en sede internacional. La manipulación en este caso parece evidente: ordenan el arresto domiciliario, envían a Milagro Sala dos días a su casa, luego la encarcelan nuevamente porque le crean otro proceso; es ilegítimo. Para hacer comentarios más fundamentados debería estudiar el caso, pero lo que se conoce por la sola lectura de los diarios es muy preocupante.
El problema que se evidencia en estos dos casos (Maldonado y Sala) y, también en las detenciones de personas que no han sido condenadas por la corrupción que se les imputa pero que están presas, es más de fondo. El problema que yo veo está básicamente relacionado con el vínculo, la incidencia de decisiones de los gobiernos en el poder judicial. Si volvemos a una perspectiva de la historia reciente de la Argentina, hay que recordar que Alfonsín, en lo fundamental, respetó el esquema que había durante los gobiernos anteriores, inclusive eyectó muy poca gente que venía de la época de la dictadura. El que hizo un gran cambio fue Menem, quien evidentemente tenía el plan de apoderarse de la justicia federal. Aprovechando el cambio de sistema que se adoptó por la reforma del Código Procesal, nombró los doce jueces federales y ascendió a otros jueces a los tribunales orales. Esos jueces federales lo metieron preso, cuando dejó el gobierno. Es posible inferir que algunos de esos delitos merecían penas de prisión, yo no digo que no, habría que ver y evaluar cada uno de esos casos.
En términos generales, es legítimo desconfiar de este festival universal, que también se ve en la Argentina, que levanta la bandera de la lucha contra la corrupción. Es verdad que hay corrupción y también que hay persecución. Pero se leen cosas que francamente no tienen explicación si se aplica mínimamente el derecho. Lo verdaderamente preocupante en el caso argentino es que en general, a lo largo de la historia, como hemos venido viendo, las decisiones judiciales dependieron poco de lo que correspondía en derecho. Revisando antecedentes, es posible decir que un juez o un tribunal en la Argentina solía hacer un mix entre la importancia de las partes en conflicto, la incidencia de los medios, las consecuencias que la decisión tendría para su carrera judicial y, finalmente, un porcentaje para quién de las partes tiene razón, digamos un 30%. Alguna vez he dicho que lo que caracteriza esta etapa es que ese treinta por ciento ha desaparecido. La sensación de que es así la tiene, especialmente, quien defiende a alguien en estos tiempos. Lamentablemente, en términos de la búsqueda de la verdad de un poder judicial equilibrado y garante del derecho de las personas, la Argentina demuestra que siempre se puede estar un poco peor.