Mariana Luzzi y Ariel Wilkis

(Tiempo estimado: 10 - 20 minutos)

Mariana Luzzi y Ariel Wilkis son doctores en sociología, investigadores del CONICET y docentes en dos universidades muy prestigiosas del conurbano bonaerense, Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) y Universidad Nacional de General San Martín (UNSAM), respectivamente. Tienen en gateras un libro sobre la historia del dólar en la Argentina.

FIDE tuvo la oportunidad de entrevistarlos para conversar con ellos sobre las distintas interpretaciones del fenómeno del bimonetarismo o, como lo llaman ellos, “multiplicidad de monedas”. Fuimos al hueso y le preguntamos cómo pensar un proceso de desarrollo nacional en estas condiciones.

FIDE: Recientemente, ustedes han dicho que los problemas clásicos de la sociología –el poder, la jerarquía, el estatus– podían ser estudiados a partir del dinero. ¿Podrían desarrollar el argumento?

Mariana Luzzi (ML): La sociología se interesa por el dinero desde una mirada algo diferente a la que promueve la ciencia económica standard. Mientras que ésta se enfoca en el ámbito de las transacciones mercantiles y concentra su atención en ciertas funciones consideradas básicas del dinero (ser unidad de cuenta, medio de intercambio, reserva de valor), la sociología, sin dejar de prestarles atención a estas dimensiones, da un paso más allá y se pregunta: ¿cómo las relaciones sociales son alteradas, afianzadas, desafiadas por la presencia del dinero en ellas? Por ejemplo, nos preguntamos qué rol tiene el dinero en la reproducción de las desigualdades de género o en la forma de educación de padres a hijos bajo determinados valores. El ejercicio es sencillo: sin mostrar cómo ciertos usos y modos de circulación del dinero contribuyen a afianzar roles patriarcales, dejaríamos de comprender muchas de las dinámicas –invisibles– que en la vida cotidiana hacen que las mujeres ocupen una posición de subordinación. O también: sin prestar atención a los modos en que los padres le inculcan determinados usos del dinero a los hijos (por ejemplo, el valor del ahorro o ciertas estrategias de consumo), no comprenderíamos mucho de lo que significa transmitir una cultura de clase entre generaciones. Los ejemplos son muchos, pero todos tratan de iluminar una misma idea: que el dinero produce en la vida social mucho más que la simple mediación de las transacciones económicas.

FIDE: ¿Qué significa entonces, desde el punto de vista de las dinámicas sociales, que la Argentina sea o se comporte como una economía bimonetaria?

ML: Recientemente Nicolás Caputo argumentó, para justificar la intervención del BCRA en el mercado cambiario, que la “economía argentina es bimonetaria”, intentando así, de alguna manera, que este argumento fuera aceptado por el FMI. Probablemente el punto no es que el FMI no esté consciente de que la economía argentina es bimonetaria, sino que esto era algo secundario, frente a la necesidad de ajustar el tipo de cambio sin perder reservas, una parte de las cuales provenían directamente de los fondos prestados por el organismo. ¿Qué ilumina esta pequeña anécdota? La centralidad del dólar en la economía argentina implica que todo gobierno debe lidiar, al menos desde hace casi 50 años, con el problema. Por otro lado, el bimonetarismo no es un asunto técnico o reducido al mundo de los expertos, sino que es un tema de debate público en nuestro país.

Ariel Wilkis (AW): Tal vez esto es algo que nos parezca muy natural, pero no lo es tanto: la atención puesta en los asuntos económicos en general y en la cuestión del dólar, en particular, es algo muy singular de la cultura política argentina. A nivel privado o familiar las discusiones públicas sobre la economía, en contextos de turbulencia como el actual, son seguidas con atención. Esa atención puesta en números públicos como el valor del dólar, los niveles de las reservas o los índices de inflación es muy intensa. Un poco en broma y un poco serio, podemos pensar que los argentinos y las argentinas somos como “economistas salvajes”, conocedores de la economía sin dominar la disciplina económica. Esta relación fluida entre cultura pública —lo que pasa en los medios, por ejemplo— y el sentido común, el conocimiento de quienes no son expertos en la economía, convierte la cuestión del bimonetarismo en un tema de conversación cotidiano. Por ejemplo, no es tan corriente en que otras partes del mundo se siga la cotización de una moneda extranjera o las variaciones en el nivel de las reservas internacionales. Cualquier observador extranjero se sorprende frente a esta especificidad del caso argentino.

FIDE: Esta dinámica o relación entre la vida cotidiana y la marcha de algunas variables específicas de la economía (que en otras latitudes solo son motivo de discusión entre expertos) no fue siempre así. ¿Cuándo fue que las y los argentinos conectamos estas dos esferas?

AW: En el caso del dólar, nuestro trabajo muestra que a partir de finales de la década del ‘50 comenzó un proceso que nosotros llamamos de “popularización” de la divisa norteamericana. Con este término nos referimos a dos cosas diferentes, aunque relacionadas entre sí.

Por un lado, cómo la información sobre el dólar dejó de ser un asunto vinculado únicamente a los expertos del mercado financiero o del comercio exterior, para convertirse en un tema de relevancia pública y política para sectores cada vez más amplios de la sociedad argentina. Por otro, cómo el dólar fue convirtiéndose en una moneda de uso regular para actores cada vez más diversos. A través de esta investigación mostramos que lo que algunos llaman el bimonetarismo se ha ido sedimentando en un proceso de larga duración en el que pueden reconocerse distintas etapas. Nosotros identificamos la primera de ellas entre fines de los ‘50 y principios de los años ‘70; un período signado por una fuerte inestabilidad política y económica que se manifestaba, entre otras cosas, en una serie de devaluaciones periódicas de la moneda nacional. Desde mediados de la década de 1970 hasta fines de los ‘80 —el período de alta inflación— la popularización del dólar se expande y profundiza. Una proporción creciente de distintos sectores sociales lo incorpora como parte de sus repertorios financieros. A la par, un número creciente de los mercados domésticos pasa a utilizar el dólar como unidad de referencia y/o medio de cambio. El mercado inmobiliario constituye un caso paradigmático en este sentido. La hiperinflación de 1989 marca, sin dudas, una inflexión en ese proceso; en ese año, que es también el del primer recambio presidencial tras la vuelta de la democracia, el dólar ocupa toda la atención pública y la fijación de precios y la realización de pagos en esa moneda alcanzan a los servicios más cotidianos. Tras esa experiencia de crisis radical, que tiene en la profundización del bimonetarismo una de sus principales expresiones, no llama la atención que la convertibilidad (1991-2001) haya sido planteada —tal como nos recuerdan los análisis de Alexander Roig— como un intento de legalización de prácticas que ya estaban extendidas en la economía (pagar, ahorrar, invertir en dólares). En efecto, los diez años de paridad cambiaria fueron también los de cierto “disciplinamiento” de esa popularización que venía del pasado, de la mano de una profunda transformación del sistema financiero, cuyas consecuencias quedaron al desnudo en la crisis de 2001.

FIDE: Se trata entonces de un largo proceso que fue siempre en el sentido de una consolidación del bimonetarismo. Entendido, de acuerdo a lo que ustedes explican, no solo como la utilización del dólar billete en las transacciones de todos los días, sino también como una nueva forma en que una parte creciente de la población se relaciona con estas variables macroeconómicas. ¿El proceso fue continuo o tuvo alguna disrupción, marcha y contramarcha?

ML: La crisis de 2001 y el nuevo ciclo político que se inicia en 2003 no van a significar el fin de ese largo proceso de integración de la moneda norteamericana en los repertorios financieros de los argentinos, pero sí van a introducir algunas novedades en esa historia de la larga duración. En primer lugar, es preciso señalar que la crisis de 2001-2002 es el primer momento en que actores movilizados de manera sostenida (como los ahorristas o los deudores hipotecarios) articulan demandas específicas en relación con la moneda norteamericana, constituyéndose en un claro emergente de esa historia de popularización del dólar. En esa línea, no resulta desatinado ubicar a los reclamos de acceso al mercado cambiario registrados entre 2011 y 2015 como expresión de ese mismo proceso. Así, una de las grandes novedades del período es que la “popularización” del dólar se anuda en la articulación de demandas en la lógica de los derechos, de una manera inédita hasta entones y que, al mismo tiempo, va a tener gravitación importante en el desenlace político de las elecciones de 2015. La otra novedad es que entre 2011 y 2015 esa popularización del dólar va a ser puesta por primera vez en discusión desde el Estado, y con un eco notable en el debate público.

FIDE: En un artículo reciente ustedes han definido la relación con el dólar como “una institución política”. ¿Qué significa esta definición?

ML: La lectura que proponemos trata de ir más allá de interpretar el rol del dólar en la sociedad argentina a través de una visión instrumentalista o una visión culturalista. La primera visión resalta que la opción del dólar por parte de amplios sectores de la sociedad obedece a una decisión racional. En contextos de inflación, por ejemplo, es una opción racional “ir hacia el dólar” como modo de “proteger” el valor de los ingresos. La segunda visión destaca, en cambio, que se instaló en la Argentina un rasgo cuasi irracional, que obedece a características culturales y no económicas. Ambas compiten entre sí desde hace varias décadas y reaparecen en determinadas coyunturas críticas, pero sin aportar ninguna novedad para dar cuenta de la persistencia del dólar en los repertorios financieros de las personas y su rol en la sociedad en un sentido más amplio. Parte de esa dificultad se deriva del modo mismo en que ambas visiones definen el problema que buscan interpretar: más allá de sus diferencias, en los dos casos la “preferencia por el dólar” es concebida como un asunto exclusivamente económico.

AW: En cambio, la hipótesis política, que venimos desarrollando, y que constituye un hilo del argumento del libro que tenemos en proceso, identifica al dólar como artefacto de interpretación política. Pensemos en un ejemplo que sale de la coyuntura actual. Luego de la renuncia de Sourrouille, un comentarista escribió en la prensa “el dólar volteó a un ministro”. Como sabemos, la renuncia se daba en pleno agotamiento del Plan Primavera y con una política económica que sólo buscaba contener la cotización del dólar hasta las elecciones de mayo de 1989, sin lograrlo. En ese contexto, en los diarios algunas notas empiezan a comparar la situación con otros momentos críticos del pasado; más específicamente, comienzan a establecer relaciones entre los niveles de cotización del dólar con situaciones políticas y económicas muy críticas (el Rodrigazo, el “Cavallazo” de 1982). En esa coyuntura, entonces, el dólar no solo es una moneda “dura”, más fuerte que el devaluado austral. Es ante todo un artefacto de interpretación: los actores políticos, pero también el gran público, encuentran en su cotización un indicador para evaluar la performance del Gobierno y para estimar su futuro electoral. Hace algunas semanas, en una entrevista periodística, un comerciante de la zona de Crovara y Cristianía, el epicentro de los saqueos de 2001 en el corazón de La Matanza, decía con respecto al aumento brusco del dólar: “Ahora probablemente vengan los saqueos”. Para este comerciante, el valor del dólar aparecía sin dudas como una información relevante. Pero su atención a la cotización de la divisa norteamericana no se explicaba por referencia a un repertorio financiero “bimonetario”, sino como la apropiación de ese número para interpretarlo como un dato político con consecuencias muy alarmantes para su vida.

Si tuviéramos que develar la “singularidad” argentina, habría que buscarla más bien en este proceso de largo plazo histórico que le dio una especificidad social y política al dólar y, por extensión, al mercado cambiario como ámbito en el que se expresan expectativas y relaciones de fuerza entre actores muy heterogéneos.

FIDE: Ustedes también han dicho que “cuando los ciudadanos piensan su relación con la moneda también reflexionan acerca de su vínculo con el Estado”. ¿Podrían desarrollar el argumento? ¿Cuál es el vínculo entre moneda y Estado?

AW: Parte de la sociología piensa de manera muy estrecha la relación entre dinero, autoridad y poder. La creencia en el dinero (en su capacidad para expresar el valor de los bienes a lo largo del tiempo) no es un acto individual, sino social. Esa creencia es compartida por mí y por las otras personas con las que me vinculo a través de ese bien que opera como dinero. Por lo tanto, esta creencia debe ser respetada, tener un poder de convencimiento elevado para que las personas acepten la existencia del dinero. Es necesario entonces que exista una autoridad con el poder para imponerla. Quién encarna esta autoridad es algo que ha variado a lo largo del tiempo: dioses, jefes clánicos, reyes, etc. En los últimos siglos ese rol ha quedado en manos del Estado moderno. En efecto, la conformación del Estado nacional moderno ha descansado, entre otras propiedades, en la pretensión de monopolizar no solo la emisión monetaria, sino también la producción de la creencia en el valor del dinero. Esta vocación del Estado es algo relativamente reciente, y subrayamos aquí la idea de pretensión, porque, como ha demostrado la historia económica, la unificación monetaria es más un ideal o norma política que una realidad concretada al 100%.

ML: Un pequeño ejemplo. Como en otros países que fueron grandes receptores de inmigración, durante fines del siglo XIX y principios del XX la política de unificación monetaria desarrollada desde la década de 1880 convivió con las prácticas monetarias que los inmigrantes traían de sus países de origen. Ellos vivían pensando y calculando en la moneda local, pero también en las monedas que los vinculaban con los familiares que habían dejado en España, Italia, Rusia, etc., y a quienes enviaban remesas regulares de dinero. Podemos ir al otro extremo del siglo y llegar a nuestros días para pensar al bitcoin, al dinero de las billeteras virtuales, al dinero de los teléfonos móviles, como otros ejemplos de una realidad monetaria marcada por la tensión entre la vocación del monopolio que viene del Estado y las prácticas con múltiples y heterogéneas monedas. Tomando en cuenta esta tensión recurrente, hay, sin embargo, márgenes de variación de la capacidad de los estados para disciplinar y subordinar la multiplicidad de monedas. Es desde esta perspectiva que las dinámicas monetarias son siempre dinámicas de poder.

FIDE: A contramano de lo que suele escucharse, ustedes han dicho que los sujetos no son seres racionales ni maximizadores de ganancias, sino que establecen una relación política con el dólar y, por ese motivo, compran dólares, en sus palabras: “los sujetos no abandonan el dólar porque les permitió un aprendizaje de autonomía y escape respecto a sus relaciones con el Estado”. ¿Podrían explicarnos esta hipótesis?

AW: Como recién comentamos y venimos argumentando en preguntas anteriores, la dimensión política de las prácticas monetarias es bastante importante para nuestras investigaciones. De alguna manera, es el corolario de ir más allá de un pensamiento sobre el dinero como un puro instrumento, socialmente neutro. Frente a la pregunta por la persistente “preferencia de los argentinos por el dólar”, y ante nuestra incomodidad con las respuestas tanto instrumentalistas (“es una opción racional frente a contextos inflacionarios”) como culturalistas (“hay un ADN cultural”), empezamos a ensayar la hipótesis política. Esta sugiere pensar menos en clave de un acto negativo o desviado (es un “refugio”, para la opción instrumental o es una “obsesión” o un “vicio”, para la opción culturalista) y explorar qué produce socialmente la relación con el dólar.

ML: Retomando el argumento de la pregunta anterior, vincularse con el dólar, hacerlo parte de manera regular de los repertorios financieros de personas no vinculadas de manera profesional con el mercado cambiario, ha implicado que éstas incorporen lentamente el aprendizaje de la pluralidad monetaria. Este aprendizaje supone poder hacer cuentas, pagar, ahorrar, pero también imaginar y proyectar en varias monedas a la vez, fundamentalmente el peso y el dólar. Desplegada al calor situaciones críticas, esta socialización, que para el observador externo es muchas veces sorprendente, otorga a las personas reglas de acción que les permiten moverse en contextos inestables, adaptarse a circunstancias cambiantes e incluso obtener ganancias nada despreciables en ellas. Todo este aprendizaje acumulado a lo largo del tiempo constituye en sí mismo un gran bagaje de conocimientos y prácticas; utilizados en coyunturas variables (ayer el “cepo”, hoy la maxi-devaluación del macrismo) son una brújula que orienta bastante bien como para renunciar a ella. Esencialmente, saber cómo moverse en un contexto de pluralidad monetaria supone ganar mayor autonomía: las reglas aprendidas permiten ampliar los márgenes de acción frente al Estado y al sistema bancario, vincularse y al mismo tiempo escaparse de ellos. La relación con el dólar permite entonces una ubicuidad que no es posible a través del peso: estar adentro y afuera simultáneamente de las regulaciones del Estado y del sistema bancario.

FIDE: En esa línea, ¿existe alguna diferencia entre una economía subdesarrollada (subordinada) como la de nuestro país y la relación entre moneda y Estado en los países centrales?

ML: Si tenemos en cuenta lo anterior, hay una relación entre moneda y Estado (moderno), que es por definición variable a lo largo del tiempo y que, por lo tanto, necesita siempre ser problematizada. Dicho esto, hay sin dudas diferencias en el modo en que ese vínculo se construye en contextos en que la moneda nacional es fuerte, al punto de dominar no sólo los mercados nacionales, sino también áreas variables del comercio internacional (como el caso del dólar, de la libra esterlina en el pasado, o más recientemente del yuan), y en contextos signados por monedas más débiles, sometidas a gran inestabilidad. Pero en ambos casos la configuración de situaciones o zonas de pluralidad monetaria puede ser la clave para la definición de espacios de creciente autonomía de ciertos actores frente al control estatal. Podemos citar muy rápidamente tanto el universo del crimen organizado donde el manejo de múltiples monedas permite resolver transacciones en contextos ilegales o, como ejemplo contrario, los espacios monetarios surgidos a partir de la creación de monedas locales. En ambos casos —tanto actores como las mafias o los grupos comunitarios autogestivos— encuentran en la pluralidad monetaria espacios de acción autónoma frente al Estado.

FIDE: En los términos que venimos discutiendo, un gobierno nacional y popular que tenga como norte un programa de desarrollo de las capacidades nacionales, ¿qué políticas debería implementar para para “desdolarizar” las transacciones?

AW: En línea con las reflexiones anteriores, la primera condición para el planteo de esta pregunta, creemos, es repensar el sentido mismo que la idea de “desdolarización” trae consigo. Como dijimos, en la Argentina el dólar no es únicamente un instrumento que sustituye a la moneda nacional en ciertas transacciones. Opera también, y esto es lo que lo vuelve tan central, como un artefacto de interpretación política, tanto para actores expertos como para los “ciudadanos de a pie”. “Desdolarizar” las transacciones supondría entonces desacoplar estas dos funciones de la moneda norteamericana, que son diferentes pero que en nuestro país (y no necesariamente en otros) se han desarrollado de manera articulada. En ese sentido, el interrogante debería ser planteado menos como una cuestión técnica que como una pregunta ante todo política.

ML: A contrapelo de esta idea, las políticas orientadas a reducir el peso del dólar en las transacciones económicas de nuestra economía han tendido a focalizarse en los sustitutos financieros del dólar, pensando en formular instrumentos de inversión capaces de “ganarle” al dólar. Ahora bien, incluso en ese plano, una mirada más atenta sobre cómo usan las personas el dólar nos lleva a descubrir que su uso viene también a cubrir los huecos que deja el deterioro del Estado en la provisión de servicios públicos (como, por ejemplo, guardar dólares para complementar una jubilación que se prevé insuficiente o para asegurarse la provisión de atención médica). En el mismo sentido, una política de desdolarización que no atienda que la economía en negro necesita un “sistema bancario oculto” atacará solamente un aspecto del problema. Por ese motivo, aunque no sea lo único por hacer, una agenda de reducción de la desigualdad con políticas de industrialización y de desarrollo de capacidades estatales que garanticen la protección social y reduzcan la economía en negro podría ser parte de un programa que redundara en la desdolarización.

FIDE: ¿Existen ejemplos internacionales que podríamos tomar como antecedentes valiosos o, al contrario, como experiencias negativas para pensar la realidad argentina?

ML: La comparación internacional es urgente en este tema. Por cuestiones muy propias de la idiosincrasia argentina, solemos mirar la centralidad del dólar desde el ángulo de la excepcionalidad. Nosotros venimos dialogando mucho con cierta literatura de la antropología que nos ayudó a comprender la conexión entre procesos globales y locales de dinámicas monetarias donde conviven una pluralidad de monedas. Esta literatura ubica claramente al dólar como la “moneda fuerte” en interacción con “monedas débiles” en países como Nigeria, Ecuador, Cuba, El Salvador, Panamá, Haití, Israel en la década del ‘80 o Rusia luego de la caída de la URSS. Estos países se dividen, en primer lugar, entre aquéllos donde la dolarización se ha producido de hecho y aquéllos en que se ha producido de manera formal. En un segundo lugar, aparece otra división que se presenta entre aquellos países en los que la moneda norteamericana asume todas las funciones monetarias o solo algunas. Finalmente, también es posible distinguir los casos en que la dolarización es un proceso acotado en el tiempo o de larga duración. Así, una primera lección que puede obtenerse de la comparación internacional es que la dolarización, el bimonetarismo o la pluralidad monetaria —como nos gusta pensar a nosotros— no es un proceso excepcional, aunque al mismo tiempo dista de ser homogéneo.

Por otra parte, esa literatura muestra también que, tal como nosotros encontramos en el caso argentino, la articulación de múltiples monedas en el repertorio financiero de las poblaciones es el resultado de una sedimentación que se produce a través del tiempo. Esos procesos no avanzan necesariamente de manera lineal: se transforman al calor de las crisis, que son momentos donde se activan y reactivan recursos y prácticas que pueden también permanecer “latentes” durante mucho tiempo. Si tomamos en cuenta esos hallazgos, resulta evidente que los momentos de turbulencias son quizás los menos propicios para introducir reglamentaciones destinadas a desalentar prácticas juzgadas como nocivas en términos del desarrollo colectivo (pero rentables en términos individuales), ya que seguramente éstas encuentren el modo de perpetuarse, aún en la ilegalidad. Al contrario, son precisamente los períodos de estabilidad —donde esas prácticas parecen perder su sentido o al menos su masividad— los más indicados para introducir ese tipo de regulaciones.

Aunque, desde luego, esto supone que la acción del Estado pueda ser pensada más allá de la emergencia, y se proyecte sobre el mediano o largo plazo, como lo exige todo proyecto de desarrollo de las capacidades nacionales.

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